Como cualquier viernes, saciaba el hambre que tenía, llegué a mi
habitación a paso firme y silencioso; abrí la puerta y no encendí la luz, no
para despertar a los residentes de los otros cuartos, si no para no despertar
mis temores, busqué el borde de mi cama con el tocar de mis pantorrillas y al
encontrarla me senté y el cansancio no tardó en apoderarse de mí. Lo había
sospechado, el desierto de mi pequeño mundo me abrazaba invitándome a pensar;
cerré los ojos en medio de las oscuridad, para qué, como si alguien lo notara;
fue ahí cuando entonces escuché un ruido cerca de la puerta que me puso los
pelos de punta… ¡Mierda! – Estoy alucinando otra vez, debe ser el maldito
viento que quiere entrar a presentarme a su amigo frío. Me hice el sordo y no
le presté más atención.
Me tiré de espaldas como quien se tira a la nieve, aunque es bastante
aburrido abrir y cerrar los brazos y piernas en tu cubrecama; entonces, aquella
palabra a que tantos escritores le dedican sus proezas y poemas se hacía notar
más cada segundo, pero a mí no me logra seducir, no esta vez señorita, es mejor
que vaya a recorrer otras habitaciones, esas donde abunda la tristeza, la
ruptura y un sin fin de sinónimos que te son familiares. Conmigo no, he llegado
a tal nivel que no comparto mis emociones con cualquiera, déjame aquí en la
noche, en estas tinieblas que no se te permite entrar, es más, me iré a dormir
para no pensarte. Hasta mañana.
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